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domingo

Bella, una hija de...


Al entrar en aquella habitación la vida le mostró una de sus caras más desagradables. Los rayos tenues de una luz amarillenta, quizá de un farol de la calle, se colaban por las rendijas de la ventana; unas roídas cortinas colgaban asimétricamente y por el tono amarillento de estas se adivinaba que llevaban ahí largos años. 
Todos los muebles emanaban un olor extraño y muy desagradable. Un viejo sillón la aguanto hasta que estuvo "lista" la cama; y ella no podía dejar de observarlo todo; desde como el sacaba de una bolsa de papel una nuevas sábanas para colocarlas lentamente y amontonar las anteriores en un rincón sombrío, del cual había podido salir una extraña criatura o quizá un fantasma. 
Le llamó poderosamente la atención -he hizo caminar directamente hacia ella- una de las paredes aun tapizada con  papel de hacía décadas, con grecas y figuras extrañas. Contenía un sin fin de retratos en diferentes marcos de colores y tamaños. Las personas ahí mostradas portaban ropas extrañas, sombreros y un campo de flores amarillas que se extendía más allá de donde la lente de la cámara alcanzó a captar.  De pronto recordó una de tantas veces que señaló entre  copas de vino "Yo soy una hija de..." para luego soltar una estridente carcajada y gritar salud, por todos y por mi...
Mientras su rostro apenas era visible en el reflejo de uno de los cristales que estaban frente a ella, sintió enorme pena de haber caído tan bajo y aun peor de no poder contar con una botella licor que le hiciera olvidar esa sensación.

El hombre corpulento, sucio y con una barba de semanas la asió del brazo y antes de que se ella se percatara ya tenia dentro de su boca la lengua impaciente de este, que se movía incontrolable y casi la ahogaba. Cuando por fin cesó en su entusiasmado beso, la comenzó a desvestir rápidamente mientras ella se reponía y limpiaba el exceso de baba que había quedado embarrada en su cara, al rededor de la boca antes pintada de rosa, ahora pálida y desaliñada.

Muévete mamacita -le dijo al tiempo que la empujó sobre la vieja cama; quedando boca abajo, se le abalanzó con los pantalones a medio quitar y un enorme pene erecto y babeante la envistió varias veces antes de girarla e intentar besarla nuevamente. En un brusco movimiento ella se zafó quedando del otro lado de la cama y el hombre apoyando las rodillas sobre el colchón con unos enormes ojos rojizos, parecía que de un momento a otro lanzarían gigantescas llamaradas fulminándolo todo.

-Antes de que continuemos, tengo que hacer algo... ¡ya sabes, no! -Le dijo al tiempo que desaparecía tras la puerta  del baño.